Alguien me dijo una vez que volviera a mirar con los ojos de niño. ¡Cuánta razón tenía! Ahora veo la cara de mi hijo y cómo le brillan los ojos cuando descubre algo nuevo, y me embriago con esa sensación. El mundo es totalmente nuevo para él y se asombra cada día con las maravillas que tiene ante él, maravillas que para nosotros son pequeñeces sin importancia: un avión al pasar por el cielo, una fuente emanando agua, unas pompas de jabón, un aspersor en funcionamiento, una mariquita en una hoja… ¿cuándo perdimos los adultos nuestra capacidad de maravillarnos?
Nosotros, los adultos, con nuestro ritmo frenético, nuestro consumismo compulsivo y nuestras preocupaciones hemos perdido nuestra capacidad para asombrarnos. Tenemos tantas cosas y nos movemos a tal velocidad que no apreciamos las verdaderas obras de arte que están a nuestro alrededor. Algunas nos las regala la naturaleza y otras han sido diseñadas y elaboradas por mentes privilegiadas. La capacidad de maravillarnos es muy importante para ser feliz. Pues nos ayuda a apreciar la belleza y la genialidad de lo cotidiano, de las pequeñas cosas de la vida. Nos regala sonrisas y momentos entrañables. Nos relaja y nos llena de energía.
La clave para volver a mirar con los ojos de niño es detenerse, agudizar los sentidos y disfrutar. Por ejemplo, mi hijo ha descubierto una fuente en el parque que se enciende más o menos a la misma hora a la que llegamos nosotros. Pues nos pasamos allí unos cinco minutos viendo el agua caer, el sonido que hace, hacia dónde va la corriente, sintiendo el frescor que desprende… Él no para de mirar sin parpadear y de repetir ‘agua, agua, agua’, y yo le explico lo que está viendo. Si no fuéramos capaces de parar allí esos 3 o 5 minutos, no podríamos disfrutar de ese momento. La clave es detenerse. Amaneceres y atardeceres hay todos los días pero si no nos detenemos a mirarlos no podremos disfrutar de su belleza.
‘Volver a mirar con ojos de niño‘, qué frase tan ñoña que encierra tanta sabiduría.